El proceso educativo siempre depende de encuentros fructíferos. La calidad del educador depende pues, en primera instancia, de su capacidad de crear y conformar encuentros, y con ello, relaciones humanas.
El encuentro con el niño es, por un lado, un encuentro con una determinada etapa evolutiva, por otro lado, el encuentro con un determinado entorno social, y finalmente, el encuentro con una situación histórica bien definida, con manifestaciones culturales concretas. Pero todos estos encuentros tienen por finalidad servir al ser único e inconfundible de manera tal, que él pueda manifestarse autónomamente en esa etapa evolutiva, en ese entorno social y en esa época histórica. Por ello el educador debe tener él mismo una relación viva con todas esas circunstancias, o sea, debe esforzarse por ser un auténtico contemporáneo, insertado en el mundo moderno con gran comprensión, con sensibilidad por los procesos sociales y una mirada despierta para las diversas condiciones del desarrollo infantil en sus diferentes etapas, pero ante todo con un enorme respeto frente al ser libre e inviolable inherente a todo niño. Todo esto sólo es posible, si los educadores se educan permanentemente a sí mismos.
Al final del curso fundador para la primera escuela Waldorf en 1919, Rudolf Steiner precisamente le impone la autoeducación al cuerpo docente:
A la pregunta si una pedagogía que tiene más de 80 años aún sigue teniendo vigencia, podemos contestar: es tan actual como lo sean los educadores que a diario vuelven a concretar esta pedagogía buscando configurar fructíferamente el encuentro a partir de su propia actualidad espiritual.
(Fuente: Heinz Zimmermann, Waldorf-Pädagogik weltweit, 2001, Berlin)