Educar no debe ir en la línea de ofrecer muchas teorías sino de mantener la vigilia, es decir, la atención. Lea aquí la contribución del filósofo catalán Josep Maria Esquirol durante la World Teachers' Conference 2023, publicada originalmente en «Das Goetheanum».
Hace ya diez años que tomé la decisión de ir articulando una antropología filosófica, es decir, una comprensión de la situación humana fundamental. E ir publicando los avances de este estudio en forma de ensayo. Así, primero apareció el libro La resistencia íntima (2015), luego La penúltima bondad (2018), y Humano, más humano (2021). En el momento en que escribo estas líneas estoy trabajando intensamente en el volumen que saldrá en 2024. Por suerte, estas obras están siendo traducidas y publicadas en italiano, portugués, inglés y alemán.
Lo que viene a continuación es una síntesis muy esquemática extraída a partir de las obras mencionadas, y pensada, sobre todo, para una exposición oral.
Resumo la situación educativa de este modo:
Hay casa porqué hay intemperie. Y la intemperie pide amparo.
Hay escuela porqué hay mundo. Y el mundo pide atención.
Hay casa y hay escuela porqué, en el amparo y en la atención, cada uno puede hacer su camino y madurar, para dar frutos.
¿Qué clase de frutos? De más casa y de más mundo.
Como siempre, lo valioso está amenazado. Y hoy ésta amenaza se proyecta tanto sobre el lugar educativo como sobre el sentido de lo humano. Lo que históricamente varía es el tipo de amenaza. El rasgo más sobresaliente de la amenaza actual procede de la homogeneidad. El mundo contemporáneo no es afín a las diferencias. Promueve el espacio homogéneo más que los lugares. Una casa es un lugar, y un teatro, y un templo… y también una escuela es un lugar.
Para que haya lugar no basta con la delimitación material; lo fundamental es el sentido de lo que allí ocurre, de lo que allí acontece. Ha de ocurrir algo con un sentido diferente del de afuera. Y no solo eso: hay que resistir para defender ese sentido ante las fuerzas entrópicas que la borran. Hoy, estas fuerzas son básicamente de tres tipos: la ideología economicista-consumista centrada en los resultados, la producción y la colonización del lenguaje; el idealismo del flujo tecnológico (un tipo de dualismo absolutamente nuevo); y la aceleración (cuyo antónimo no es la lentitud sino el tener tiempo).
Al enclave educativo que resiste ante lo que domina lo llamo altertopía (no con el mismo sentido, pero algo parecido, Foucault habló de heterotopía). La altertopía ya incluye la altercronía.
Pero, como decía, también lo humano está amenazado. En este caso, por la incomprensión. Y por ideologías como la del transhumanismo, y su huida demagógica hacia el futuro. Aquí la resistencia consiste en subrayar nuestra principal y casi única responsabilidad: cultivar lo humano del humano, es decir, hacer que el humano sea todavía más humano. No en ir más allá (de lo humano), sino en profundizar todavía más en lo humano del humano: conseguir que el humano sea todavía más humano.
De ahí lo conveniente de pensar de nuevo con radicalidad, evitando el uso de etiquetas y de eslóganes vacíos. Cultivar lo más humano del humano supone tener una definición del humano. Pero ¿es posible una tal definición? Y, en caso afirmativo, ¿cuál es la definición que nos vemos capaces de sostener? Las cosas más profundas no se pueden definir. Pero sí cabe una aproximación. Aproximarse, más que definir. O definir aproximándose. Se trata de una forma más bien modesta (y nada dogmática ni pretenciosa) de definir.
¿Quién es el humano? Alguien. Que merece nombre. Que recibe el nombre. Que se encuentra aquí, viniendo de ninguna parte, siendo inicio. Que ve que puede, que es capaz, y que, además, ha ido acrecentando exponencialmente su poder técnico. Pero ¿constituye el poder el núcleo más profundo de lo humano?
El ser humano no sobresale por su fuerza física pero sí por su ingenio, multiplicador de su fuerza. Su capacidad técnica le permite pasar de adaptarse a la situación a transformarla casi por completo; crea un mundo sobre el mundo. Desde la primigenia instrumentalización de un hueso o de una piedra hasta la construcción de los sofisticadísimos sistemas tecnológicos actuales, se ha seguido una misma línea, y el tránsito se ha producido en un santiamén. Se entiende, así, que el poder, sustantivo − el poder, pero sobre todo verbo − poder − sea lo que más ha servido, y continúa sirviendo, en discursos filosóficos, antropológicos o históricos, para caracterizarnos a nosotros mismos.
Sin lugar a duda, es Nietzsche el autor que más atención ha prestado a la vitalidad de lo humano entendido como poder. Y, en uno de sus numerosos momentos de inspiración, define al humano como al animal capaz de hacer promesas (Cfr. Genealogia de la moral, inicio de la segunda parte). ¡Qué definición más genial: el poder de prometer como memoria de la voluntad! Fijémonos bien: esta memoria de la voluntad es un poder que el hombre ejerce sobre lo más indomable de todo: el futuro. La promesa se revela, pues, como pretensión de dominio sobre uno mismo y sobre el futuro; como intención de continuar queriendo lo que se quiere y se dice ahora, en el momento presente.
Un pequeño inciso: es evidente que, al hablar de la promesa, no solo nos estamos refiriendo a lo que explícitamente tiene su forma. La promesa perfectamente puede estar implícita en la manera de hablar, de actuar, de presentarse... Es mi gesto proyectado sobre la inseguridad del futuro. Es todo ademán que signifique: «vaya como vaya, estaré».
Pues bien, el merecido deslumbramiento provocado por el discurso nietzscheano no debería ser obstáculo para darse cuenta de una ausencia muy significativa. ¿Cómo es posible que en la disección de la promesa casi que no aparezca el otro, aquel a quien se promete? Nietzsche presupone que la promesa brota espontáneamente del yo que tiende a la soberanía. Pero ¿no es éste un punto crucial que debería entenderse de otro modo?
La acción humana es principalmente respuesta. Más radical que el yo puedo es el yo que, al pasarle algo, responde. El poder no es una espontaneidad, sino una respuesta a lo que nos pasa. Sin duda, la promesa es la respuesta a una herida. La madre es una promesa para el hijo, y el hermano lo es para el otro hermano, y el amado para la amada... Yo puedo ser una promesa para mi hijo porque mi hijo, primero e inmemorialmente, ya me ha afectado de una manera muy especial. La promesa, pues, expresa mi poder, pero, aún más, lo que me pasa. De hecho, mi poder se forja a partir de lo que me pasa.
¿Quién promete ?, ¿quién perdona ?, ¿quién experimenta lo inolvidable? Pues, precisamente, alguien que está tocado. Esta expresión resulta muy sugerente: como si lo que más afectara fuera cercano al tacto, al contacto, a la piel. No en vano, la piel − junto con el corazón − es símbolo de la sensibilidad.
Es verdad que cada ser humano es un inicio que inicia. Pero inicia desde la conmoción, desde la afectación. Algo nos pasa − y nos rebasa − y respondemos: esta es la estructura fundamental de la subjetividad.
Finura de la piel y tacto son símbolos, pues, de la sensibilidad, de la apertura, de la receptividad. De ahí la letanía que habrá que ir repitiendo: lo contrario de la receptividad es el cierre, y cierre es indiferencia. Quedarse corto en humanidad se descubre como falta de tacto, como frialdad y como indiferencia. La bajeza en humanidad es prólogo de inhumanidad. La merma de humanidad puede que sea compatible con cierto disfrute estético e, incluso, con aparentes refinamientos culturales. Sin embargo, en la fisonomía de tales refinamientos se hará patente la carencia esencial: tarde o temprano, la frialdad no puede disimularse.
Formando parte de la misma letanía, hay que repetir, como añadido indispensable, que la inhumanidad es muda, porque las palabras que eventualmente la podrían acompañar no son respuesta − no son palabras. En efecto, la escucha es como el tacto. También la palabra que viene te toca. Saber escuchar es dejarse tocar. Y solo habrá habla verdadera cuando hayamos escuchado. La palabra que viene entra tanto por el oído como por la porosidad de la piel. La palabra que viene y te toca no te hace callar; no te condena al mutismo, sino al contrario, te hace responsable; es decir, pide que respondas. La palabra que viene no se impone a la tuya: te da la tuya. Y atención: también guardar silencio es propio de quien responde.
El ser humano se caracteriza por la modalidad del sentir consistente en una intensidad tal que causa una especie de flexión. Si imaginamos el sentir como una función que crece hacia arriba, se puede considerar que, en un cierto punto, la función ha llegado tan alto que se gira hacia abajo y se dobla. La línea de la sensibilidad se ha doblado sobre sí misma, dejando un pequeño espacio intermedio. Y, así, la variación cuantitativa da pie a una cualitativa: por la amplitud definida con las dos líneas y por la pequeña separación que queda entre ambas. Podemos entender esto en analogía con la imagen de las cuerdas vocales, que más que cuerdas son pliegues puestos uno tras otro, haciendo posible el prodigio de la voz. Lo mismo ocurre con el sentir. La flexión del sentir es el sentir del sentir. La flexión del sentir no sólo significa más afectación, sino una especie de afectación de la afectación; y afectación profunda, que toca el corazón. Amplitud del sentir que va de la piel hasta el corazón y del corazón hasta la piel. La flexión del sentir produce una amplitud que permite que las cosas que nos pasan nos lleguen hasta el corazón (lo cierto es que nos pasan cosas porque nos llegan al corazón). No por azar, piel y corazón son los símbolos de la afectación. De la piel al corazón.
El sentir doblado – la sensibilidad – deviene «espiritual» por lo que es capaz de sentir. Tanto puedes quedar «tocado» por la belleza y la bondad como por el sufrimiento y la muerte del otro. El repliegue o la línea doble del sentir no se traduce en más agudeza (la agudeza visual de un halcón, o el oído de una ballena, o el olfato de un perro, es muy superior a la del ser humano), sino en más vulnerabilidad y más capacidad de recibir y de ser herido. El corazón es el símbolo de la sensibilidad y, por eso mismo, la quintaesencia de lo humano. Sintetiza la patética, la afectación y la bondad, y de ahí las expresiones afines: «con toda el alma» o «de todo corazón». Sensibilidad y ya sabiduría. Los hombres de corazón son los hombres sabios, y la mejor memoria es la cordial, la del recuerdo, la que se lleva en el corazón.
Si un aspecto esencial de lo humano es esta sensibilidad-apertura-porosidad, el otro, indisociable del primero, es la afectación o las afectaciones fundamentales que se producen. Hablo de afectación, de conmoción o de herida fundamental. Y creo que hay cuatro, interconectadas: la afectación de la vida misma, la de la muerte, la del tú y la del mundo.
Hablar de las cuatro heridas infinitas no es tan ágil y seductor como poner énfasis sólo en una y decir que, por ejemplo, el humano es el «ser-para-la-muerte», porque la conmoción de la finitud es la herida mayúscula. Pero creo que hay que resistir a esta tendencia a reducirlo todo a una sola afectación fundamental. Los presocráticos buscaban el elemento fuente de todas las cosas, y ahora se podría buscar el elemento definitorio de la existencia humana. ¿Y si lo que determina nuestra existencia no es una sola cosa? ¿Y si vida, muerte, tú y mundo se pudieran ver como elementos igualmente fundamentales en la constitución de nuestra manera de ser?
La afección de la vida es el gusto, el gozo, la claridad y la calidez que nos acompañan, la fruición de las cosas, el juego y los éxtasis lúdicos, el pensar…
La afección de la muerte es una sombra que se proyecta sobre todo lo que vivimos; nos sitúa en el horizonte de la finitud, del tiempo que se acaba; hace celebrar las cosas, y proteger, y cuidar, y sobrevivir... y lleva al culto de nuestros muertos, nos relaciona con su reino (subterráneo o celestial).
La afección del tú es la compañía, el amor, eso mismo que ahora decíamos de nuestros muertos – porque las afecciones infinitas en parte se sobreponen, la responsabilidad, el cuidado, la pasión, el deseo, la familia, el amor a los hijos... El esfuerzo por la comunidad, por la justicia y las leyes...
La afección del mundo da lugar a la contemplación, a la teoría, al estudio, a la ciencia, a la poesía, pero igualmente, al trabajo, al arte, a la creación de un mundo sobre un mundo...
La vida de cada uno es una dramática de estos sentimientos fundamentales (gozo, angustia, amor, asombro) y de las acciones que los acompañan.
Pues bien, si lo más humano del humano es la sensibilidad-porosidad, consiguientemente, lo más inhumano reside en la cerrazón, la frialdad o la indiferencia.
La mejor definición de cultura y de educación que conozco se encuentra en un texto literario: Las ciudades invisibles, de Italo Calvino. Marco Polo se dirige al Gran Khan, el emperador de los tártaros, para describirle, en una serie de informes, las ciudades que ha conocido en sus expediciones por el imperio. Y he aquí la reflexión final del aventurero:
«El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.»
La cultura y la educación consisten en esto: en hacer durar lo bueno y darle espacio, es decir, en hacerlo crecer. Y, a la vez, en conseguir que el infierno retroceda o, lo que viene a ser lo mismo, en aplazar el momento de la inhumanidad. Pero ¿qué es lo bueno, y qué la infernal amenaza?
La degeneración del buen camino y del buen hacer se descubre, sobre todo, como insensibilidad. En ella reside lo más inquietante de todo, así como la fuente más caudalosa del mal. La insensibilidad es una inercia que no se curva por nada, y que no siente compasión por nadie.
La perfecta inhumanidad no reside ni en lo irracional, ni en la inconsciencia, ni en la locura. La perfecta inhumanidad reside en la frialdad, en la insensibilidad.
El corazón es la curva de la cordialidad, de la ternura. Y como tener el corazón duro es sinónimo de no tener corazón, la perfecta inhumanidad es la falta de corazón. Por ello, la cima de la humanidad se revela en la buena gente. Por desgracia, también hay gente que se alza en las peanas de la perfecta inhumanidad. Bien porque ni el repliegue ni la herida infinita han terminado de producirse, bien porque determinadas circunstancias sociales han endurecido o helado su corazón. La inhumanidad es casi igual de antigua que la humanidad, puesto que es su inmediata degeneración.
La altertopía educativa es un lugar diferente, que tiene sentido en sí mismo, pero, sin embargo, apunta a un lugar también diferente; es un lugar que ya tiene lugar, pero que, he aquí, puede generar mucho más allá de su umbral. Hay un bien difusivo del lugar. La altertopía educativa es la comarca de donde puede salir el polen que, esparcido a los cuatro vientos, germine por doquier. Su sentido principal, es necesario repetirlo una y otra vez, no es el de ser una mediación. Y, sin embargo, la altertopía educativa puede hacer de puente entre el topos y la utopía. El aula es como una altertopía que ya realiza la utopía.
Pero esto solo ocurre cuando no asoma, tras el umbral, ningún atisbo de violencia. Como también decía Adorno, no hay expresión más mayúscula del sentido de la educación que el cultivo de la no indiferencia. La educación para la emancipación coincide con la educación para la sensibilidad, es decir, contra toda manifestación de indiferencia y de frialdad.
Conviene entender lo educativo, el lugar educativo, de manera muy amplia y con la intención de una renovación de fondo. Lugar para el cultivo la de consciencia crítica y de la sensibilidad que, en realidad, son las dos caras de la misma moneda. Evidentemente, si se entiende el lugar educativo de esta manera, se coincide una vez más con el planteamiento de las escuelas helenísticas, en el sentido del desbordamiento del enclave pedagógico. La altertopía educativa tiene sentido a lo largo de toda la vida.
Cabe decir, en efecto, que la altertopía educativa es el lugar del cultivo del alma, es decir, es el lugar de la filosofía. Esto significa, evidentemente, que la filosofía no se reduce al estudio teórico de una disciplina académica ni tampoco a una especie de introspección psicologista, sino al cultivo de un modo de ser que, en verdad, es la mejor manera de vincularse a los demás y al mundo.
La altertopía educativa es el cultivo de la responsabilidad en sentido literal. El ser humano es quien responde a lo que le llega y la traspasa. Responder es hacerse responsable, y hacerse uno mismo siendo responsable. Ahora bien, hacerse responsable coincidiría con hacerse más humano. De lo humano a lo más humano. De ahí nuestro lema: «humano, más humano». Dado que uno responde gracias a su sensibilidad, más humano significará mayor sensibilidad y cordialidad en la respuesta. Ahí reside precisamente la mayor verdad de la que somos capaces. En efecto, entendemos cuál es el método para decir cuándo y por qué un conocimiento es verdadero o falso. Pero ¿qué es lo que hace que una manera de ser sea de verdad?; ¿qué verifica una manera de ser? Pues la responsabilidad así definida: procurar vivir la vida como una respuesta adecuada a las conmociones y a las interpelaciones de nuestra situación.
Coloquialmente, se suele decir de alguien que «lleva una vida espiritual» si está retirado en un monasterio, si tiene fama de sabio, si su manera de ser desprende paz y bondad… Pero, sin embargo, entendemos que en menor o mayor medida todo el mundo tiene – o puede tener – algo de vida espiritual. Con el planteamiento que hacemos, estamos en disposición de reconocer que «vida espiritual» es una manera de referirnos a cómo respondemos. O mejor, de referirnos a si en lugar de huida, banalidad o frialdad, hay respuesta y cuidado en la respuesta.
¿Cuál es la diferencia entre el maestro y el vendedor de humo? El maestro está implicado en la manifestación de las cosas. El vendedor de humo está interesado en el disimulo. Aquí van juntos los charlatanes, los demagogos y los líderes totalitarios. Todos ellos están en el disimulo y el engaño. Nunca es fácil discernir. Una pista: la propaganda no tiene grosor; es pura superficie, pura banalidad.
¿Qué pide el texto de Sófocles, o el nido del ruiseñor? Reconocimiento de la hondura o de la delicadeza, y una especie de responsabilidad. ¿Qué pide la propaganda fascista o la publicidad consumista? Seguimiento irreflexivo de una dinámica impersonal.
La propaganda no tiene grosor. Es decorado.
La verdad de la manifestación pide una especie de responsabilidad. Es uno mismo quien responde a la belleza y a la verdad del mundo.
¿Qué pide una puesta de sol? Ser mirada.
¿Qué pide un buen poema? Ser releído.
¿Qué pide un teorema matemático? Ser entendido.
¿Qué pide un discurso populista? Ser creído irreflexivamente, y ser exaltado orgiásticamente.
Despierto más que lleno.
Lo máximo del sentir es el estar despierto, en vigilia, atento.
La vigilia: es el sentir doblado; la flexión de la sensibilidad. Este es el umbral increíble de lo humano.
Por eso, educar no debe ir en la línea de ofrecer muchas teorías sino de mantener la vigilia, es decir, la atención. Para ir forjando una manera atenta de ser.
Josep Maria Esquirol