En los primeros años de vida el niño aprende a través del movimiento y la actividad sensorial a conformar y usar su propio cuerpo. Su voluntad de aprendizaje que trae del mundo prenatal se expresa como impulso incontenible a la actividad y el movimiento. Toda impresión sensorial actúa sobre la motricidad. A la combinación de experiencia sensorial y actividad volitiva la llamamos imitación. En esta etapa, aprender significa percibir el nuevo mundo con los sentidos y elaborar lo percibido, imitándolo en el propio juego. Tal como ha quedado reiteradamente demostrado gracias a las más recientes investigaciones del cerebro, esa actividad tiene un efecto inmediato sobre la formación corporal. La función de los órganos sensoriales, y con ella la maduración del cerebro, recién se desarrolla bajo la influencia de las impresiones sensoriales (Herman Haken, Maria Haken-Krell, «Erfolgsgeheimnisse der Wahrnehmung» – «Secretos del éxito de la percepción» – Berlín 1994). En 1907 Rudolf Steiner formuló esta noción en los siguientes términos: «Así como los músculos de la mano se fortalecen realizando trabajos que les son afines, del mismo modo el cerebro y los demás órganos del cuerpo físico del ser humano se desarrollan correctamente, si del entorno reciben las impresiones adecuadas» («La educación del niño a la luz de la antroposofía»).
Las preguntas que se derivan de ello son:
Debido a la gran dependencia del niño de su entorno sensorial y humano, el educador tiene ante todo una función de protección y de ejemplo. Lo naturalmente simple y primigenio, también en materia de juguetes, es considerablemente más apto para estimular la propia actividad de la fantasía que un entorno técnicamente perfecto.
Zimmermann, Heinz: Waldorf-Pädagogik weltweit, Ed.: Freunde der Erziehungskunst, 2001.